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Mostrando entradas de abril, 2017

Reencuentro

Nada anunciaba el giro que tomaría mi vida esa mañana en la que corriendo subí al metro para llegar al trabajo lo más rápido posible. Fue cerrarse las puertas y verlo de pie apoyado en el asidero de metal. Era el único negro del vagón ; l o reconocí al instante. El tiempo había cincelado sus huellas sin compasión, pero seguía siendo alto y elegante. Afloraron sensaciones desordenadas que habían estado arrinconadas en la memoria; los niños; el río Níger; los mercados llenos de colores; el olor a humedad del trópico. Su misma actitud segura, recostado como ahora en la barra del vagón, en el enorme mango del patio mientras saborea despacio el dulce néctar del fruto amarillo. Luego las emociones invadieron mi mundo y la alegría me obligó a dirigirme directamente a donde estaba él. - Hola, Salek... - le digo con timidez - . Cuánto tiempo... - Hola, Elena. Qué alegría me da verte . Re accionó sorprendido y con una sonrisa sincera mientras acercaba su bello rostro para besar

Cerraduras

No me gustan las cerraduras. Solo en su vertiente técnica o artística tienen encanto. Existen verdaderas obras de arte que sé valorar como parte de la creatividad y evolución humana, pero nada más. Miles de cerrojos que han atrancado durante siglos incontables baúles, cofres, urnas, cajas, puertas, verjas o vallas, que sin duda se requirió sellar. Es menester esconder a los ojos de los demás lo propio, lo privado, lo hermoso, lo vergonzoso, lo enfermo o lo oscuro. El baúl con los recuerdos de la abuela, el cofre del tesoro, la urna con las cenizas del ser querido, la caja de seguridad del corrupto, la puerta del pederasta, las vallas de los inmigrantes o las rejas de la prisión... Lo que me inquieta del asunto está en el poder que te da la llave, la clave de acceso o la combinación que te permite abrir o cerrar. Dependiendo del lado en que me encuentre, mi percepción y utilización del cerrojo puede ser totalmente distinta, pero aun así me perturba. Si son los otros lo qu

Un pozo llamado tristeza

Me tenía acostumbrada a no descolgar el teléfono. Pero esta vez llevaba quince días desconectado o fuera de cobertura. Empecé a preocuparme y volví a presionar el telefonillo verde de mi móvil, pero nada. Me puse el abrigo y salí en dirección a su casa. Toque el timbre y abrí la puerta con la llave que se resignó a darme después de mucho insistir. La casa estaba fría. Olía a agrio y a caca de gato. No pude evitar una arcada de asco. No me gustan los gatos, ni la suciedad. − ¡Tía Luisa! − la llamé, mientras entraba haciendo ruido para no asustarla. La encontré tirada durmiendo en el sofá rodeada de latas de cerveza y con la bata abierta dejando sus muslos al descubierto. A pesar de la indecorosa escena afloraba belleza de su cuerpo dolorido de tanto vivir. − ¡Luisa...!, ¡tía…!, despierta vas a resfriarte. No has encendido la calefacción y hace un frío de muerte esta semana. − No importa – contestó, mientras hacía un esfuerzo para incorporarse cubriéndose las piernas co